Dado que es un documento extenso, si quereis una versión para imprimir, podeis obtenerla aquí.
LA FAMILIA CRISTIANA
Melitón Bruque García
Fundamentación bíblica y teológica
Vamos a abrir un espacio de reflexión sobre la familia cristiana. Para ello empezaremos analizando sus fundamentos bíblicos y teológicos, no para justificarla, porque su justificación se la da la misma naturaleza, sino para ofrecerla al mundo como una de las posibilidades que el ser humano tiene de vivir su vida con un sentido pleno y transcendente.
Antes de meternos en más honduras, dejamos claro que nuestra intención no es entrar en polémica de ningún tipo, ni hacer comparaciones con nada ni con nadie, ni criticar ninguna ideología o realidad de las que existen. Simplemente queremos presentar la grandeza de esta institución humana desde el punto de vista cristiano, de manera que cada uno pueda sacar sus conclusiones.
También queremos dejar bien claro que no pretendemos entrar en discusión sobre modelos de familia: cada uno verá cómo se siente con el suyo. Sí pensamos que la división que suele hacerse para enmarcar la familia cristiana no nos parece adecuado: familia tradicional frente a familia actual; y no lo es porque la familia es una institución humana que vive en la historia y ésta no es estática, sino dinámica. Por tanto, esta catalogación cada día queda superada: así, dentro de 50 años, la familia actual habría que llamarla también tradicional.
Punto de partida
Por seguir un orden para la reflexión, queremos coger como base las palabras de Jesús, cuando unos fariseos y maestros de la ley le plantearon el tema sobre la legalidad sostenida en Dt. 24,1 por la que se podía romper el contrato matrimonial: ¿qué pensaba sobre el tema?
No lo olvidemos: nosotros estamos hablando y sosteniendo lo que Jesús dijo y lo que Él pensaba de la familia, no lo que planteaba la ley judía o cualquier otra forma que exista o pueda existir.
“Se le acercaron unos fariseos, y lo pusieron a prueba con esta pregunta: «¿Está permitido a un hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo?»
Jesús respondió: «¿No han leído que el Creador al principio los hizo hombre y mujer y dijo: el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, y serán los dos una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.»
Los fariseos le preguntaron: «Entonces, ¿por qué Moisés ordenó que se firme un certificado en el caso de divorciarse?» Jesús contestó: «Moisés vio lo tercos que eran ustedes, y por eso les permitió despedir a sus mujeres, pero al principio no fue así. Yo les digo: el que se divorcia de su mujer, fuera del caso de infidelidad, y se casa con otra, comete adulterio.»
Los discípulos le dijeron: «Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse.» (Mt. 19.3-10)
A la pregunta que le hacen, Jesús se va más atrás de Moisés para dar su respuesta, se sitúa en la raíz misma del ser humano. Antropológicamente, como Dios lo pensó, fue parecido a Él. Como sujeto y objeto de amor, Dios creó al hombre como ser que nace para amar y ser amado; por eso lo hace macho y hembra, es decir, comunidad, para que se relacionen y se amen a semejanza de Dios.
Esta realidad la pone Jesús a la altura de una de las opciones fundamentales que puede tomar el ser humano en la vida: por eso “dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, y serán los dos una sola carne”.
Dios se encarna en una realidad humana
Esta realidad humana que Cristo proclama y sostiene, Él la escoge para realizar su plan de redención y de transformación de la naturaleza humana: Dios se encarna y, para hacerlo, escoge una mujer (podría haberlo hecho del mil formas distintas, pero fue así como lo hizo) y acepta vivir en un hogar formado por un hombre y una mujer, haciéndose miembro de una familia: la familia de José, María y Jesús, con todos los componentes de las familias de José y de María, que también son miembros de la misma familia.
Esta realidad humana de la familia entra y vive en la historia de la humanidad, no como algo estático –como hemos dicho anteriormente-, sino dinámico. Por tanto, irá cambiando su forma de vida de acuerdo a cada una de las circunstancias y de las etapas que va viviendo y que se suceden en la historia, adaptándose y acomodándose a las distintas circunstancias, condiciones culturales, económicas, sociales… Podemos pensar en la institución familiar viviendo en las distintas etapas de la historia de la humanidad.
Y es que ninguna institución humana ha sufrido más embates ni ha estado sometida a tantos cambios como la familia (tiene la misma edad que el hombre), pero de todos ha venido saliendo a flote, prevaleciendo por encima de todas las circunstancias y opresiones.
Esta realidad, como dice Jesús, está enraizada en el mismo ser de la humanidad y ha sido controlada por todas las leyes de todos los pueblos y de todos los tiempos y culturas hasta el punto de quedar como un estatuto de ley natural: “Honra a tu padre y a tu madre”. Hónrala, pues es esta realidad la que Dios escoge para encarnarse en el mundo y hacerse hombre.
Cristo rompe los esquemas establecidos
Dios entra en el mundo y en el tiempo y se enmarca en una familia, en una cultura y en un sistema religioso y legal concretos y asume unas condiciones concretas que no ayudan al ser humano a que se desarrolle como Dios lo había pensado para que sea libre y feliz. Jesús mete así un revulsivo en la institución de su tiempo, que hará que la familia se transforme y deje de ser repetición del arquetipo social y político que hay establecido, en función de unos intereses concretos que la convierten en instrumento de apoyo y sostén de dichos intereses. Jesús rompe esta estructura y la convierte en espacio donde se pueden vivir los valores del Reino, que suplanta los esquemas de dominación y el apoyo de intereses particulares, poniéndose el Reino como único horizonte y valor absoluto hacia el que debe mirar y ha de estar orientada toda la vida y la realidad humana.
El Reino de Dios se pone así como única y suprema opción fundamental del hombre y de la sociedad: todo lo demás serán opciones secundarias o formas de realizar esa opción fundamental que se concretiza en presencializar el Reino y construirlo.
Con Cristo quedan superadas, incluso, concepciones que se tienen sobre la mujer. Se creía que ésta sólo tenía sentido que existiera para ser instrumento donde la semilla del varón germinara en una vida y pudiera darse la reproducción; incluso los hijos se consideraban sólo del varón, de ahí que la mujer estéril fuera considerada como maldita: no tenía razón ni sentido el que existiera. De la misma manera, el hombre que no se casaba era despreciado y no se le consideraba digno de realizar cualquier función social en la vida.
Cristo supera y trasciende la realidad humana
Todo esto queda superado. El horizonte del hombre, de la mujer y de la misma sociedad, se amplían y trascienden la realidad material y humana para abrirse a la eternidad hacia donde caminamos. Por tanto, las realidades humanas son buenas o válidas en tanto en cuanto capacitan, ayudan o sirven para hacer presente el Reino de Dios, que en su plenitud es futuro todavía.
La familia, para Jesús, no estará regida por la ley ni por la sangre, sino por los valores del Reino: “estos son mi madre y mis hermanos… los que escuchan y cumplen la palabra de Dios” (Mt. 12,50. Mc. 3,35). El Reino es el canon o el referente para establecer una familia o cualquier forma de vida.
Esta realidad humana que empieza en el hombre y la mujer como principio de la vida, la escoge Jesús para que sea como la primera célula de su Iglesia y como el signo primario de la realidad que expresa a Dios-amor en el mundo: ahí nace la persona, imagen y semejanza de Dios; ahí crece y aprende y se desarrolla y se convierte esta realidad en sacramento (signo visible y sensible) que nos ayuda a ver cómo nos ama Dios y cómo se relaciona Cristo con su Iglesia.
Efectivamente, Cristo rompe la estructura en la que está enmarcada la familia y le da una nueva dimensión, de tal forma que deja de ser una estructura legal para convertirse en sacramento para el Reino.
Los esquemas de la institución familiar cambian
Esta nueva dimensión que le da Cristo hace que en la familia se reestructure todo. Por ejemplo, los hijos dejan de ser mano de obra barata, instrumentos para apoyar la economía de la familia o expresión de la fuerza generadora del varón y de la capacidad de entrega y de sumisión de la mujer. Dejan de ser propiedad del padre, que puede disponer de ellos. También la mujer deja de ser propiedad del varón, a quien incluso podía vender, si es que le convenía.
Cristo no tolera esta estructura familiar y le da una nueva dimensión: será el amor, expresión del Reino, lo que estructure toda la relación y lo que establecerá como fin primario, tanto del encuentro de la pareja, como de la composición de la familia. El fruto de esa relación amorosa serán los hijos, y el nacimiento, crecimiento y educación de esos hijos estará bajo el marco del amor.
La familia, al no quedar bajo el marco de la ley o de la sangre, sino del amor, se amplía mucho más y se abre a todos los componentes afines al grupo, a los que mueve el mismo principio.
La familia, por tanto, se convierte en la gran fábrica de amor, de la que cada miembro es una pieza salida de ella, que la construye y la realiza. El motor de esta fábrica son el padre y la madre; el edificio de dicha fábrica es la estructura social donde se sostiene; y la energía que la mantiene es el Espíritu Santo, que la vivifica con el amor.
Es por tanto, desde el amor desde donde se estructura todo, desde donde se programa y se planifica todo.
El "habitat" de la familia cristiana
Como la familia cristiana se ha constituido desde la base del amor y se ha convertido en un sacramento, todas las acciones, todos los gestos, toda la vida y todos los componentes de la familia se convierten en elementos del sacramento. Toda la acción de la familia, en general, es manifestación de la gran realidad que el sacramento representa: la realidad de Dios y su amor a la Iglesia.
Si decimos que la familia cristiana, que es el resultado del matrimonio hecho sacramento, es esa fábrica de amor –como la hemos llamado-, todo lo que existe dentro de ella está y vive en función del amor y para el amor, porque eso es lo que expresa y es lo que en ella se fabrica. Por tanto, el ambiente que lo envuelve todo, la fuerza que lo mueve todo, el fin que lo mueve todo... es el amor.
En este ambiente, el componente fundamental, el aire que lo impregna todo, es la vivencia del amor y, desde ahí, se mira y se mide todo, y será lo que haga que la persona sienta y viva, no en un sentido de posesión, sino de pertenencia: no son mis hijos, mis padres, mis hermanos, mi esposa, mi esposo, mis cosas… sino que yo soy su marido, su esposa, su hijo, su padre, su madre, su hermano, nuestras cosas…
Es decir, las personas, las cosas, no son para mí, sino que yo vivo para los demás y con los demás. La vivencia del amor lleva a sentir como una necesidad vital la vivencia de la solidaridad y de la comunión
Características del amor
El amor no es un sentimiento instintivo, sino una acción voluntaria y, por tanto, nacida de la libertad y de la voluntad de la persona; es una opción que se toma en la vida, aunque en la vivencia se perciba como un sentimiento. Pero, de hecho, muchas veces lo percibimos como algo que nos cuesta mucho porque es muy doloroso.
No son los instintos naturales los que lo rigen y marcan el ritmo de la existencia en este proyecto de vida, sino la voluntad. Por eso, en muchos momentos habrá que emplearse a fondo contra los mismos instintos que nos empujan en una dirección completamente contraria.
En esta dimensión, la gran fábrica tiene un gran control de calidad, que es la educación en la libertad, que será el marco de referencia para todas las distintas áreas en las que va puliendo las piezas que en ella se fabrican.
Vivir en libertad es construirse al mismo tiempo que se ayuda a crecer a otros. Por eso una de las grandes líneas de producción será la del respeto a los demás y la tolerancia de sus diferencias. Y si hay que aprender a vivir respetando las diferencias, uno de los mecanismos o procesos de pulido a los que se ha de someter cada una de las piezas que produce la fábrica, es aprender a buscar lo bueno y lo lindo que cada una tiene para poder encajarse y acoplarse al resto, y no convertirse en pieza que no encaja con nadie.
Vivir en consonancia amorosa
Para que pueda darse este encaje con las otras piezas es indispensable aprender a escuchar, a expresarse con respeto, delicadeza y cariño, sin herir a los demás, con los que he de vivir encajado y trabajar con ellos. Esto supone un gran esfuerzo de escucha, de atención, de silencio… para poder estar con los demás, valorarlos y tenerlos en cuenta. De lo contrario, se quedará en un rincón como una pieza suelta que no se sabe qué hacer con ella y, aunque sea hermosa, sólo sirve para arrojarla al basurero, pues no tiene posibilidad del encaje con las demás, ya que habría que hacer una remodelación total de la estructura. En resumen, una estructura de amor no se puede remodelar para encajar con el egoísmo.
Y es que el amor jamás mira hacia adentro: su fuerza es centrífuga y no centrípeta. Es como una fuente: cuanta más agua da, más grande es y más agua tiene. No vive para sí, sino que el sentido de su existencia es darse, llenar a los demás.
Un ejemplo lindo que nos puede servir para ver cómo actúa es observar precisamente la acción del agua: entra en la tierra, la empapa, la llena de vida, sacia la sed de las plantas… y una vez lo ha llenado todo de vida, continúa su camino corriendo a otro sitio para seguir haciendo lo mismo. Toda su acción es llevar la vida a todo lo que encuentra en su camino.
Por eso, los esposos no se poseen, se dan, y llenan al otro y pasan a ser pertenencia del otro, sintiéndose cada uno parte del otro, pues desean ser su apoyo, su fuerza, su ilusión su seguridad, su energía para que el otro pueda crecer y realizarse. El uno no tiene sentido, sino siendo del otro y para el otro.
Valor de lo que nos rodea
Bajo esta perspectiva, los hijos no son cosas que se poseen, sino que son destellos de la vida que en sí lleva el amor del que el hombre y la mujer no son más que instrumentos con los que él se expresa. Así, ese amor se hace persona en un hijo que tiene su propia individualidad de persona y, aunque los padres le entreguen todo su amor, él tendrá sus propios pensamientos, sus sueños, sus ilusiones, su capacidad de seguir amando… su alma.
Al hijo se le pone en camino, se le enseña a caminar, se le enseña a ser autónomo para que sea artífice de su propia historia y no de la que nosotros le establezcamos. Alguien, al hablar de este tema decía que los padres son como el arco desde el que es lanzada la flecha, así los hijos son lanzados a la vida y el arquero (Dios) tiene el mismo cariño por la flecha como por el arco, pero la flecha fue hecha para volar y el arco permanece estable.
El amor que se convierte en sacramento
Como hemos dicho anteriormente, el amor no podemos confundirlo con un simple movimiento o instinto natural de simpatía o antipatía: es una manifestación de la realidad de Dios que se hace presente en la persona y a la que la persona tiene acoplarse.
Cuando nos ponemos a pensar en todo esto podemos tener la tentación de venirnos abajo, al ver que no alcanzamos ni a los primeros niveles. Es normal que así sea, pero no hemos de olvidar que esto es un proyecto que tiene su culmen en el reino de los cielos, que aquí en la tierra tiene la misma limitación que tenemos los seres humanos: aquí no hacemos sino producir pequeños destellos de esa realidad, que es divina.
No, el amor no es cualquier sentimiento de empatía hacia algo o hacia alguien. El amor es la luz que ilumina justamente todos los sentimientos y los hace grandes, de la misma manera que cuando él no está, esos sentimientos se convierten en fuerzas que destruyen. Por ejemplo, el odio es el mismo sentimiento, pero sin amor.
El himno al amor de San Pablo
San Pablo, cuando habla de esto hace un himno precioso poniéndole a esos sentimientos naturales que tenemos la luz de Dios, el amor, y entonces la persona se ve iluminada con esa claridad:
“Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios, -el saber más elevado-, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy. Aunque repartiera todo lo que poseo e incluso sacrificara mi cuerpo, pero para recibir alabanzas y sin tener el amor, de nada me sirve.”
Para que el hombre sea instrumento de la presencia de Dios, ha de estar marcado por el amor, que “es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo" (ICor. 13,1-7).
El amor cree, se fía, confía en la persona amada y tiene la certeza de que es capaz de lo más grande y sublime, y por eso se entrega, para ser su apoyo incondicional y que pueda sacar todo lo bello que tiene dentro.
La vida sin amor
Este amor que tiene la calidad de sacramento sólo tiene un referente en esta vida: Cristo, que es sacramento del Padre. Y Él se hace pan para ser comido y convertirse en fuerza y vida del que lo come; se hace vino para que lo beban y pueda ser de esa forma el motor de la alegría, de la ilusión y del entusiasmo del que lo bebe. Cristo no nos come ni nos bebe, sino que se da para que lo posean.
Pero esto que hace San Pablo con los valores del hombre, alumbrando su realidad con la luz de Dios, también podemos hacerlo al contrario: apagar la luz y, lo que es grandioso, veremos que se convierte en oscuridad y en muerte. Podemos pensar despacio y despojar estos grandes valores de la persona sin AMOR. Así:
- La inteligencia sin amor, te hace perverso.
- La justicia sin amor, te hace hipócrita.
- El éxito sin amor, te hace arrogante.
- La riqueza sin amor, te hace avaro.
- La docilidad sin amor, te hace servil.
- La pobreza sin amor, te hace orgulloso.
- La belleza sin amor, te hace ridículo.
- La verdad sin amor te hace hiriente.
- La autoridad sin amor, te hace tirano.
- El trabajo sin amor, te hace esclavo.
- La sencillez sin amor, te envilece.
- La oración sin amor, te hace introvertido.
- La ley sin amor, te esclaviza.
- La política sin amor, te hace ególatra.
- La fe sin amor, te hace fanático.
- La cruz sin amor, se convierte en tortura.
- La vida sin amor, no tiene sentido.
La vida hecha Eucaristía
Como decíamos antes, Cristo se hace pan para ser comido y convertirse en fuerza y vida del que lo come. Pero también la pareja, que llamábamos motor de la fábrica, son dos seres que ase aman y su amor lo han hecho sacramento que lo ilumina todo. Ellos están llamados a fundirse, como Cristo se funde con el que lo comulga, haciéndose ambos uno con el otro, siendo vida, ilusión, apoyo, fuerza, esperanza… El uno para el otro, así como el Espíritu Santo es la vida del Padre y del Hijo.Un amor así no anda adulando y buscando quedar bien. Por el contrario, hay momentos que no permitirá que el otro se estanque o se equivoque, y por eso podará aquello que molesta a su crecimiento. De ahí el refrán quien bien te quiere te hará llorar, pues nuestra naturaleza tiene muchos defectos que nos impiden crecer. De la misma manera nos exaltará cuando lo hacemos bien, ya que es justo reconocer la grandeza que llevamos y potenciarla, pues es algo que nos llena de alegría. El amor produce dolor y también alegría, pero ni uno ni otro los ignora o los tapa.
La atmósfera vital de la familia
En esta fábrica que es la familia se respira una atmósfera de amor, pues todo en ella nos habla de lo mismo y todo está orientado a lo mismo. El amor que en ella se respira y se fabrica es el amor de Dios y no el que se vende en el mercadillo, como los productos falsificados.
El amor que tiene el sello de garantía de Dios y con el que funciona esta fábrica es el que busca siempre darse a los demás (lo mismo que veíamos que hacía el agua) y siempre respeta la integridad del otro: entiende que el otro es persona, lo reconoce y lo respeta como tal, independientemente del sexo, de la raza, de la cultura, de la lengua o del país.
Cuando se encuentra con el otro, entiende que nadie es perfecto y por eso es tolerante, comprensivo, paciente con sus diferencias y está dispuesto a perdonar.
El amor que tiene el sello de Dios no intenta jamás hacer a nadie a su propia medida ni atropella la dignidad de una persona utilizándola para sus propios intereses; sabe y tiene bien presente que el otro es un valor absoluto y, por tanto, un fin en si mismo y no un medio para el placer, el enriquecimiento, la comodidad o la diversión. Tiene bien claro que la persona es un valor sagrado en este mundo y nada ni nadie puede prevalecer por encima de ella.
El amor sacramental busca por encima de todo que el otro sea feliz, ayudándole a sacar todo lo mejor que tiene de si y a potenciarlo. Es realista y ve todo lo bueno que tiene el otro sin hacerse el ciego ante lo malo. Pero esto lo limpia a base de potenciar lo bueno: nunca va a condenar, sino a salvar, y por eso ve todas las posibilidades de salvación que tiene, no de condenación.
El amor de Dios que llena el espacio de nuestra fábrica no es un amor interesado que anda buscando recompensas ni reclamando derechos, privilegios ni gratificaciones por favores realizados. Cuando da, no lo hace con cálculos de interés ni se convierte en una mercancía que se pueda vender o intercambiar por dinero, por protección, por compañía, cariño, sexo, reconocimiento… El amor de Dios, del que la familia es sacramento, no se vende ni se compra: eso sería una profanación. El amor se da porque nace del corazón como el agua de una fuente, y la mejor paga que puede recibir como respuesta es percibir que es amado.
El amor se da gratis (es grato, agradable, sin razones, sin obligaciones… porque sí) porque es así como Dios nos quiere, ¡porque sí, porque le da la gana! Y por eso, cuanto más amamos, más humanos nos hace y, por lo tanto, divinos, pues en lo más profundo del ser humano está la fuente del amor, que es Dios, el origen de todo.
El amor que impregna cada rincón del alma de nuestra fábrica es la vida de ella, es como la niebla que invade un bosque y llena hasta el último milímetro de humedad, es la vida de Dios que se mezcla con la nuestra y lo envuelve todo dándole otro colorido, llenándolo todo de luz, de armonía, de alegría, de paz… Por eso, el que se siente lleno de este amor es feliz, se siente realizado en plenitud, y a todo lo que hace le encuentra un sentido sublime y maravilloso y cualquier cosa la encuentra repleta de sentido y de belleza.
Esto que estamos diciendo es perfectamente constatable en la vida y en la historia: por donde pasó una persona llena de amor, fue dejando un rastro de alegría, de paz, de fraternidad; en su camino fue floreciendo la amistad, la unidad, la organización, el respeto, la tolerancia, la esperanza… Y de la misma manera podemos constatar lo contrario: por donde pasó alguien que no ama ni cree en el amor, a su paso floreció la división, los odios, el desorden, la corrupción, la muerte.
El amor es el que hace que todo recupere su sentido de transcendencia, porque es lo que le da el sello de autenticidad. Por eso las cosas más grandes y hermosas, si es que no están selladas por el amor, se convierten en instrumentos de muerte, como ya indicábamos anteriormente.
La vida iluminada por el amor
Partimos, pues, de estas bases: éste es el material, el ambiente, el marco… la vida en la que respira, nace, crece, se expresa y vive la familia cristiana que presenta al mundo su visión del amor y de la vida frente a las propuestas que éste puede tener en sus esquemas.
Lógicamente, esta familia, estructurada en esta dimensión del amor, tiene una concepción propia de la economía, frente a la propuesta que tiene el mundo o el sistema en el que vive; tiene también una concepción de la persona distinta a la que plantea el sistema en donde se vive; y tiene, por último, una concepción de la sociedad y de los valores humanos y sociales que muchas veces no coinciden con los que presenta un sistema cuyas bases no están en consonancia con las que plantea el amor. Repasemos algunas de estas concepciones sobre elementos clave de la vida en familia y en sociedad:
- Para empezar, desde la base y el fundamento del amor, desde esa luz que el amor le da y que sostiene a la familia cristiana, la educación se entiende como el proceso armónico y equilibrado de todas las dimensiones de la persona que, iluminadas por el amor, la van haciendo libre para que dé una respuesta desde el amor al mundo en donde vive y afronte todos los problemas que la vida le presente, siempre desde esa perspectiva.
- La persona, dentro de la familia cristiana, es considerada como un valor absoluto, anterior a cualquier otro, cuya dignidad nace de la filiación divina, que ha hecho a cada persona a imagen suya, con capacidad para actuar a semejanza de Dios.
- Con respecto al trabajo, la familia cristiana lo entiende como una de las formas en que la persona realiza su semejanza con Dios, su creador, colaborando a crear un mundo más hermoso cada día y convirtiendo su principio de existencia, el amor, en un servicio a la humanidad. El trabajo no es un valor negociable, sino un derecho inalienable.
Los padres y toda la familia, educadores de la fe de sus hijos
El testimonio de vida marcado por la fe y la vivencia del amor y de la esperanza, será lo que deje una huella imborrable en los hijos que, sin dificultad, perciben la cercanía y la presencia de Dios como algo natural (CT. 68). Los padres, que viven los acontecimientos sociales y familiares desde esta dimensión, van explicando a sus hijos el sentido y la dimensión cristiana de todo lo que les ocurre.
Esto que los padres van haciendo es algo que viene dado por la misma naturaleza de la opción que han hecho. Por eso se comprometen a traer los hijos y a educarlos en esta dimensión que sostiene la familia cristiana: han recibido la misión de sembrar, cultivar y cuidar de la educación integral de sus hijos bajo la luz de la fe (FC. 38).
Esta misión llevada a cabo es un ministerio dentro de la Iglesia (FC. 38; CT. 68) por el que se transmite el Evangelio. Es por lo que podemos afirmar que la familia es el único ámbito donde los niños y jóvenes pueden recibir la más auténtica y eficaz educación en la fe y en los valores del Evangelio.
La familia, escuela de valores humanos
Como hemos indicado antes, esta familia, estructurada en esta dimensión del amor, tiene una concepción de la persona, de la vida, del trabajo, de la educación… propias y es un derecho inalienable el que le asiste de educar en esa dimensión y desde ahí ir generando como una segunda naturaleza que adquiere como naturales los grandes valores, como la generosidad, la disciplina, la solidaridad, el trabajo, la responsabilidad, la escucha, el respeto, el agradecimiento, la libertad, la amabilidad, la sensibilidad, el silencio, el servicio…, valores que adornan a la persona y que los irá asumiendo como algo totalmente natural con su vivencia diaria.
Epílogo
Comenzamos esta reflexión queriendo plantear una especie de marco desde el que tengamos claro de qué hablamos cuando decimos FAMILIA CRISTIANA: no nos referimos a ningún modelo ni tradicional ni actual -como ahora suele decirse-, sino que nos referimos ciertamente a una llamada (vocación) a la que nos invita Cristo a vivir como un proyecto fascinate que tiene sus características propias y que, por tanto, no se puede confundir con ningún otro proyecto.
A lo largo de ella hemos puesto de manifiesto que dicha familia cristiana es en realidad un espacio privilegiado donde se hace presente el Reino de Dios porque tiene como su objetivo el construirlo. Para ello se establece el AMOR como el motor de todo lo que en ella se vive. Esa es la mejor receta para que la realidad de la familia trascienda el devenir de los siglos superando los anclajes que desde el sistema social de cualquier momento histórico se le pretendan imponer.
La familia se convierte así en el habitat perfecto para el crecimiento y para el desarrollo del ser humano en plenitud, se convierte también en la fábrica desde donde emanan los valores fundamentales de esta persona y en el caldo de cultivo perfecto para el crecimiento del Reino de Dios. Así lo asume la Iglesia, que lo considera sacramento, esto es, signo visible del amor de Dios Trinitario a la Iglesia y al hombre, que se expresa con el amor que une al hombre y a la mujer que se unen para ser uno solo, para entregarse al otro, y dar fruto de vida con ello. Y así lo asume y lo proclama también el mismo Cristo, que al encarnarse eligió precisamente la realidad de la Sagrada Familia para vivir en ella, crecer y realizar su plan de redención y de transformación de la naturaleza humana.
A lo largo de ella hemos puesto de manifiesto que dicha familia cristiana es en realidad un espacio privilegiado donde se hace presente el Reino de Dios porque tiene como su objetivo el construirlo. Para ello se establece el AMOR como el motor de todo lo que en ella se vive. Esa es la mejor receta para que la realidad de la familia trascienda el devenir de los siglos superando los anclajes que desde el sistema social de cualquier momento histórico se le pretendan imponer.
La familia se convierte así en el habitat perfecto para el crecimiento y para el desarrollo del ser humano en plenitud, se convierte también en la fábrica desde donde emanan los valores fundamentales de esta persona y en el caldo de cultivo perfecto para el crecimiento del Reino de Dios. Así lo asume la Iglesia, que lo considera sacramento, esto es, signo visible del amor de Dios Trinitario a la Iglesia y al hombre, que se expresa con el amor que une al hombre y a la mujer que se unen para ser uno solo, para entregarse al otro, y dar fruto de vida con ello. Y así lo asume y lo proclama también el mismo Cristo, que al encarnarse eligió precisamente la realidad de la Sagrada Familia para vivir en ella, crecer y realizar su plan de redención y de transformación de la naturaleza humana.