Esta mañana, día 11 de Febrero del 2013, cuando oí la noticia, me costaba creer lo que estaba escuchando. Por un momento pensé: “Un chisme más de estos morbosos medios de comunicación que andan buscando lo más inaudito, lo sorprendente…” pero a medida que fue contrastándose la noticia, han empezado ya a montarse castillos en el aire y cada uno hace sus cábalas, atreviéndose a hacer interpretaciones de la noticia. Basta ver los titulares de los periódicos, desde “El Papa tira la toalla” hasta… Sí, es momento en que cada uno empieza a vomitar todo lo que lleva dentro, y me parece muy normal, siempre que se respete la apreciación que cada uno pueda tener del hecho.
También yo tengo mi opinión y mi apreciación del acontecimiento histórico y eclesial, pues lo he vivido desde mi ángulo y lo voy a compartir con quien desee.
A medida que la noticia cobra consistencia y se establece, como el acontecimiento de la historia que está siendo, siento dentro de mí la necesidad de pedir perdón y de rectificar en algo que me pasé y, por el tiempo que dejé que unos prejuicios fueran los que mediatizaban mis sentimientos, por eso quisiera hacerlo personalmente, pero debido a que me es imposible, lo voy a hacer por escrito, como una confesión pública.
Querido hermano mayor Joseph:
Me ha estremecido oírte decir “… siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma…, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice”.
Me costaba creer lo que escuchaba y se me agolpaban en mi mente un montón de cosas, de momentos y de camino de mi vida en el que, de alguna manera, me he ido encontrando contigo.
Recuerdo las primeras cosas que leí tuyas en mis años jóvenes, que me entusiasmaron y me dieron energía y esperanza; me encantaba tu forma de escribir por tu sencillez y la claridad de tu mente y tu amor a la Iglesia.
Pasados muchos años, volví a encontrarme contigo, no como el teólogo lleno de audacia y clarividencia que entusiasmaba, sino como el crítico abogado del diablo que buscaba “el pelo al huevo” –como suele decirse- y parecías el obstáculo que torpedeaba el camino de la Iglesia que nacía del Vat. II en América Latina: yo estaba recién ordenado sacerdote y me movía en el nacimiento y resurgimiento de la Iglesia con las Comunidades Eclesiales de Base; vivía el entusiasmo, la esperanza, la fuerza de una Iglesia joven que nacía del pueblo sencillo y machacado que, uniéndose a sus pastores, los obispos y sacerdotes, empezaba a coger su puesto dentro de la Iglesia, en la que los ministerios de los que nos hablaba la Iglesia de los Hechos de los apóstoles, empezaban a florecer con una fuerza enorme en aquellas comunidades vivas y jóvenes de América Latina y África.
Subió al pontificado Juan Pablo II que, machacado por un sistema que durante mucho tiempo oprimió a su pueblo y le quitó todas las libertades, creyó que América Latina iba por el mismo camino y empezó a mirar con su lupa a todo lo que se hacía. Y en ese carro te pidieron que te subieras; y empezaste a utilizar la misma lupa… ¿Qué quieres que te diga? Te me viniste abajo, y te llovieron los insultos; me decepcionaste, lo mismo que a mucha gente, porque me dio la sensación que tuviste miedo de que se pusiera en práctica lo que dijo el Concilio y lo que tú mismo habías pregonado en tus años jóvenes.
El golpe fuerte me lo diste cuando escribí el catecismo nacional de Ecuador y me dijiste que no entendías el porqué partía del análisis de la realidad en cada tema del catecismo, que me redujera a exponer la doctrina; aquel día tuviste que aguantar que un obispo te gritara: “Pero excelencia, ¿es que no se da cuenta que cuando yo me encuentro con un indígena tengo delante un hombre con un poncho y un sombrero que le esconde el rostro, inclinado, sin atreverse a mirarme a la cara?".
Tú no entendías, o no te dejaban que entendieras… Cuando terminó la conferencia te criticamos durísimo y feísimo.
Después fuimos viendo tus intervenciones con todos los hermanos que trabajaban y cómo vuestra lupa estaba empañada por el mismo vaho: el del miedo al marxismo, mientras que el vaho del capitalismo no la empañaba, siendo tan materialista y nefasto como el otro y vimos cómo fueron llamados al orden muchos hombres que conocí personalmente en el barro de la vida, llevando la Buena Noticia a los pobres.
Esto te creó una imagen de inquisidor en la que tan solo te faltaba llevar el nombre de Torquemada.
Te confieso que nos caíste muy mal y mucha gente que estábamos en esta brega nos sentimos decepcionados, tristes, pues veíamos cómo os distanciabais de la Iglesia que vivía entre los pobres y a la que Jesús nos invitaba a unirnos y que estábamos viendo cómo respondían con una fe muy parecida a la de aquellos primeros cristianos que perseguía el imperio romano. Yo soy testigo de todo esto que escribo.
Cuando hace unos 8 años oí tu nombre como el nuevo guía para nuestra Iglesia, hice un esfuerzo para no dejar que fuera mi instinto primario el que se impusiera, sobre todo, porque estaba al frente de una comunidad. Me fui ante el Señor y le pedí que me quitara todos los pre-juicios que tenía y renové mi fe y mi obediencia a lo que representa el signo del “Papa” dentro de nuestra Iglesia y le pedí al Señor que, quitándome todos esos prejuicios, me ayudara a acercarme a tí, con un corazón nuevo, para poder solidarizarme contigo en la misión que el Señor te pedía y en la que yo soy colaborador a través de mi obispo.
Entendí que por encima del Joseph Ratzinger, que me había decepcionado, ahora estaba el “Benedictus XVI” que se convertía en sacramento de unidad para toda la Iglesia y en signo de la presencia de Cristo para ella.
Te he venido observando todo este tiempo, he rezado todos los días por ti, para que mantuvieras firme el timón de la barca, en medio de este mar embravecido que te ha encomendado el Señor. No era nada fácil la misión y no voy a ser yo quien te la dificulte. Yo, jamás hubiera querido eso para mí.
He hecho muchas veces el ejercicio de acercarme a ti, intentando ponerme en tu pellejo: yo sé que tú, nunca aspiraste ni pensaste en esto; sé que te sacaron de tu ambiente universitario y teológico, porque tú eres un maestro y ese es tu hábitat; fue ahí donde yo te conocí a través de tus escritos; te metieron en una “jaula” para que dirigieras una función que no estaba en tu órbita: ser freno para teólogos: ponerle precisamente límites a tu campo. Pero por coherencia con lo que pensabas y decías, aceptaste la misión, aunque tus deseos y tus ilusiones iban por otro lado; recuerdo que expresaste algunas veces que pensabas volverte a tu tierra y dedicarte a “lo tuyo” (leer, rezar, escribir, investigar…) cuando muriera J. Pablo II y, mira tú por donde, Dios te salió de nuevo al encuentro y te cayó encima con lo que tú nunca imaginabas ni querías, ni hiciste nada por conseguirlo (como hacen otros).
No, no era ninguna perita en dulce lo que se te proponía, máxime cuando tu imagen la tenías muy deteriorada por ponerla para recibir las bofetadas que iban para otro.
Y… por coherencia con lo que venías enseñando, proclamando y escribiendo, contra todos tus gustos y tus planes, agachaste tu orgullo y fuiste capaz de decir: “Aquí estoy mientras pueda” porque esa fue tu respuesta.
Sustituir a Juan Pablo II ”El Grande” –como le llamaron- el aclamado por todos los pueblos del planeta, el que arrastraba las masas millonarias de jóvenes y adultos, el que montaba encuentros espectaculares… no era ningún reto agradable para asumir.
Tampoco lo era enfrentarse a un mundo en cambio trepidante como el que vivimos; esto eran retos que asustan a cualquiera.
Yo no me explico cómo te atreviste a decir SÍ cuando estaban pendientes todas las plumas del mundo, todas las cámaras de TV. Todos los micrófonos preparados como pistolas para fusilarte… Te confieso que me quedé estupefacto, pues una de dos: o eres un loco hambriento de poder y de gloria que se lanza inconscientemente al suicidio o, eres un santo con una fe más grande que la de Abrahán.
La primera opción quedó descartada rápidamente y sin ningún esfuerzo, y la segunda me la has ido demostrando día a día viendo tu sencillez, tu humildad, tu coherencia, tu valentía, tu tranquilidad, tu honestidad en el desarrollo de tu misión:
Has puesto toda la carne en el asador, has dejado claro que te pusiste en manos de Dios sin obstaculizar la acción del Espíritu Santo para que diera respuesta a lo que el mundo está pidiendo hoy a la Iglesia; sí, ya sé que faltan muchas cosas: ¿y dónde no faltan? Te has sentido instrumento en manos de Dios para que Él ponga los puntos sobre las íes a quien ha habido que hacerlo.
Has cogido el toro por los cuernos y no has huido ante la dificultad, dando respuesta clara y contundente a problemas serios que había en la Iglesia y has sido capaz de quitar de en medio a quien estaba siendo obstáculo.
No se te ha arrugado las mitra por el miedo ni el complejo a la hora de denunciar los atropellos a la dignidad humana, como tampoco a la hora de pedir perdón por las equivocaciones que haya cometido la Iglesia, pues está compuesta por pecadores.
Has sido capaz de enfrentar temas fortísimos y candentes en los tiempos actuales como es el diálogo fe–ciencia y Fe-cultura con todos los hombres de la ciencia y de las religiones, manteniendo el equilibrio, el respeto y proclamando el diálogo y la apertura a la conciencia de todos.
Has sido capaz de desenmascarar en todos los foros el engaño del materialismo que quiere imponerse y borrar la dimensión espiritual del ser humano reduciéndolo a pura materia sin trascendencia y proclamar, con razones, la grandeza del ser humano que trasciende la pura materia, porque lleva encarnada la imagen de Dios.
Has demostrado con tu vida y tu palabra la coherencia y la dignidad del ser humano, sin importarte la imagen, el prestigio, ni los intereses particulares.
Esta mañana, cuando te escuché en un perfecto latín decir que dejabas el ministerio que se te había encomendado, porque no te sentías con fuerzas para llevar la carga con la dignidad que se merece, me quedé como al que le echan un jarro de agua fría: los pocos prejuicios que me quedaban, se cayeron por los suelos y, tu talla humana y cristiana se me ha levantado como la de un gigante.
¡¡¡Bravo por ti Joseph!!!
¡¡¡Bravo porque hoy te has levantado
como una gran luz!!!
Porque el ´Benedictus”
no se te ha subido a la cabeza.
Porque has demostrado
tu gran humanidad,
tu obediencia religiosa a la Iglesia,
tu humildad de aquellos que Jesús proclama
“Bienaventurados los pobres de espíritu”,
tu libertad absoluta,
tu valentía y tu confesión abierta
de que nadie somos imprescindibles,
aunque seamos necesarios,
tu amor a la Iglesia,
tu fe y confianza plena en Dios,
tu desapego del poder y los honores…
Ahora que estamos a las puertas de esta cuaresma, te nos presentas como el gran modelo cargado de humanidad, de aquel que, como Jesús, a quien sigues, ni el poder, ni la riqueza, ni la dificultad, ni el dinero… han podido contigo.
Te siento como una ráfaga de viento fresco para la Iglesia que en estos tiempos de tempestad nos ha regalado el Espíritu Santo.
También te siento como el gran referente que nos ha regalado el Señor a todos los obispos, los sacerdotes, los políticos… para que entendamos que estamos para servir y, cuando no nos encontramos con fuerzas o en condiciones dignas, o el pueblo está ya harto de nosotros, seamos lo suficientemente sencillos, libres y coherentes para hacer el gran servicio de dejar el puesto a otro que lo pueda hacer mejor.